Tiré el jabón, la toalla, los calcetines rojos y la miseria entera al cesto de la basura. Me deshice de todo, me deshice de ti. No entiendo ni entenderé nunca como demonios te incorporé a la rutina, a las cenas en solitario, tu junto a mi, pero solos los dos, a los días buenos de vino tinto con los amigos, los míos, porque los tuyos siempre fueron repugnantes, a la inimaginable y tediosa batalla de todos los días. No se, no entiendo. La verdad, dicha sea de paso, es que tampoco quiero entender, si te entendiera no solo me desharía de ti, también arrancaría tus ojos de sus cuencas y los brazos y piernas de su anatómico y correcto lugar, si te entendiera tendría que torturar horriblemente a cada una de tus células, a tu creencia más antigua, a los días de verano y a la parte de mi que no quiere, pero que debería entenderte. Entenderte solo para poner en orden al universo, entenderte para poder odiarte.
Aún después de todo eso, de la pérdida innecesaria de aliento que representa tenerle al lado, te llevo en el bolsillo por si acaso, te consulto como al diccionario perfecto de la gramática existencial y te considero el más amargo de mis pasados.
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